No hay zona de la ciudad de Barcelona a la que los medios de comunicación dediquen tanta atención como al céntrico barrio del Raval. La vida se desboca en sus estrechas calles, sin duda las más activas de la capital y se concentra en unos cuantos bares que se resisten a la gentrificación.
No hay silencio bajo tanto ruido pero sí un ensordecido lamento de aquellos que desde hace décadas habitan allí. Estos son los vecinos del Chino, nombre con el que se conocía al barrio hasta que en los ‘80 se rescató la denominación Raval, pensando tal vez que así, conseguiría exorcizar a la zona de sus males. Se trata de una sociedad en descomposición, último reflejo de lo que fue un barrio de familias de trabajadores de toda clase al que siempre acompañó cierta aureola canallesca. No es casual que el personaje más famoso vinculado con el barrio –con todos los respetos que merece el gran Vázquez Montalbán– sea Makinavaja, ese delincuente de poca monta con incendiarias ideas libertarias que creó Ivà para El Jueves. Tampoco es casual que la gran mayoría de historietas del Maki tuvieran como centro de operaciones el bar Pirata, ya que es inconcebible entender lo que fue, y aún es, el barrio sin aquellos bares baratos de toda la vida. Es en esos bares de tragaperras, bocadillos de aspecto rancio, cerveza, vermús y vinos malos, donde se pueden oír los lamentos del Raval, las pequeñas tristezas y alegrías de los históricos perdedores y es también en ellos dónde se puede vivir esa camaradería genuina que hace tan atractivo el barrio.
En una jornada cualquiera se puede tomar el primer café en el bar Olímpic con el hilo musical de las quejas de los viejos tenderos de la zona que cada día allí estrenan su vida social. Una vez informado de los quehaceres matutinos del vecindario, se puede almorzar en el Xironda, donde trabajadores y solteros desocupados saben que, además de un buen menú de aires gallegos, se cocinan los mejores huevos con patatas fritas y jamón de Barcelona. Más tarde aún es posible ver cómo familias, jóvenes y viejos, juegan apasionadamente al dominó y a las cartas bajo un nubarrón de humo en el bar del Atlante FC, en la Rambla del Raval. Un poco más lejos, en la bodega Montse, se practica el que antaño fue uno de los actos sociales más populares entre los obreros catalanes: hacer el vermú, es decir, beber a tragos lentos vino macerado en hierbas, rebajado con sifón si se prefiere, acompañado de unas olivas, en un histórico local donde el enorma cariño de la vieja Montserrat y su hijo se combinan con capas de polvo, barricas ajadas, carteles de viejas glorias de la tauromaquia y un baño apto sólo para los más valientes.
Entrada la noche, se pueden tomar unas copas en el anónimo bar que hay delante el pornoshow Bagdad. Un tugurio auténtico, viejo y dejado que cada noche se abarrota de gente joven y estrafalaria debido sus precios populares y a su proximidad con la discoteca Apolo. Además, hasta hace un par años el local gozaba del encanto añadido que le daba el estar regentado por señor Emili y la señora Enriqueta “la maña”, personajes que no habría podido concebir la mente del mejor director neorrealista italiano. Todo ello forma parte, como protagonista y testigo de un tiempo, de la historia viva y valiente de un barrio irreverente a la oficialidad a la vez que humano y abierto a todas las personas. Un barrio que poco a poco, a golpe de plan urbanístico y con la llegada masiva de nuevos olvidados de otros lares del planeta, no tiene otra opción que dejar el pasado atrás para evolucionar hacía un futuro incierto.
Al fin y al cabo, el auténtico mestizaje del Raval radica en el hecho de que, más allá de una presencia masiva de puestos de Doner-Kebab, son cada vez más habituales las barras donde olivas y patatas bravas comparten espacio con samosas y carnes al curry. Una adaptación a los tiempos que también se palpa en la Granja Plaza. Un local de desayunos y meriendas del que se dice que fue uno de los últimos locales que frecuentó Pepe Rubianes, uno de los mejores gourmets de la Barcelona sin postín. Otro ejemplo de modernidad y tradición es la Masía, en la calle Elisabets. Un pequeño bar nacido en 1952, que su actual propietaria Montse, nieta del fundador, ha convertido en espacio para el birreo y la tertulia sin prescindir por ello de los elementos que desde hace décadas definen el carácter del local; es decir, mesas de mármol, fotografías viejas, pósters futboleros y un calendario con una voluptuosa mujer desnuda que transmuta anualmente. Y es que, a pesar de que los tiempos estén cambiando y el viejo Chino vaya desapareciendo, no son pocos los que a diario se enamoran de su franca autenticidad. //